Hacerse cargo
“La dominación y el poder son en sí algo malo, pero es necesario combatirlos asimismo por la fuerza, casi un imperativo categórico a punta de pistola” — Ernst Bloch, Espíritu de Utopía
Llevamos años pensando en qué espíritu debe animar nuestros esfuerzos por cambiar las cosas. Digo llevamos, y no llevo, porque veo que es una inquietud que comparte mucha gente cercana.
Una de nuestras primeras intuiciones fue la de recuperar lo utópico. La idea de que el futuro puede ser mejor, mucho mejor. En medio de un estado de ánimo catatónico, de la cancelación del futuro, de acontecimientos terribles, en medio de una avalancha de producciones culturales en las que grupos de supervivientes traumatizados malviven en las ruinas de un pasado arrogante, insistimos en recuperar la intuición fundacional de la modernidad: que la historia la hacen las personas, y que por lo tanto no estamos condenados a soportar ninguna tiranía ni calamidad por siempre. Podemos hacer y rehacer nuestra sociedad, con mayor o menor dificultad, y lo único que puede condenarnos es nuestra incapacidad de imaginar un mundo diferente. No podemos abandonar esta certeza. Incluso en medio del huracán más negro deberíamos izar esta bandera.
Este paso es necesario, pero insuficiente. La enunciación de un futuro mejor no es suficiente para hacerlo creíble. Cosa difícil, esto de la credibilidad: solo pensamos que algo es posible si el resto también lo cree. ¿Cómo se da ese salto? Yo todavía no lo entiendo, solo puedo constatar que ocurre. Es más arte que ciencia.
Hay otra intuición común, que no comparto del todo pero que es inevitable mencionar. La utilidad del miedo. Tenemos miedo de la catástrofe climática, la guerra, el avance de la reacción más sanguinaria, de perder lo poco que tenemos. Seríamos idiotas si no tuviésemos miedo. Los divulgadores nos advierten de enormes peligros. Los gestores de lo existente nos advierten contra nuestros impulsos irresponsables. Todo va mal, pero podría ir mucho peor. En cierto sentido esto es cierto. También es poco útil. Año tras año vemos con incredulidad cómo se abre otra grieta en los cimientos de la sociedad, cómo se elige a otro club de pirómanos para controlar el incendio. Una sospecha: el miedo anima a buscar culpables, a aceptar una posición segura y subordinada siempre que aceptemos un castigo ejemplar para esos culpables, que pagarán por nuestros pecados colectivos. El miedo, en fin, es incompatible con la democracia. Para gobernarse a uno mismo hace falta cierta confianza en las capacidades propias.
Una última intuición: la culpa. Existe entre algunas personas cierta predisposición a personalizar en ellos mismos los males del mundo. A sentir como un fracaso moral cada contribución, por pequeña que sea, al devenir de las cosas. Aquí hay, como en casi todo, un sentimiento positivo. Somos parte del mundo, y seguramente sea mejor exagerar nuestra culpabilidad que sentirnos como espectadores pasivos y ajenos a lo que ocurre. Pero también hay, de nuevo como en casi todo, un peligro. Es imposible vivir en el mundo sin participar en sus dinámicas, muchas de ellas terribles. Nacemos, como decía aquél, bajo circunstancias legadas por nuestro pasado, y la lucha por cambiarlas ocurrirá inevitablemente bajo el peso de la tradición, “de las generaciones muertas que oprime[n] como una pesadilla el cerebro de los vivos”.
Esto, por supuesto, es un ensayo personal. Intento imaginar un mundo mejor, algunas veces contra toda esperanza. Me da miedo el futuro, y muchas veces también mis congéneres. Siento culpa por la manera en la que vivo en una sociedad que no he elegido, por las concesiones que tolero para encontrar un hueco el que sobrevivir. Son sentimientos humanos, sería estúpido pensar que puedo eliminarlos de mí o de otros. La pregunta es si son los sentimientos que debemos cultivar para cambiar las cosas, si hay otros caminos que explorar.
A un paso de la esperanza, el miedo o la culpa hay otra intuición posible, otro estado de ánimo: la responsabilidad. En cualquier situación podemos elegir entre la distancia (irónica, porque somos posmodernos) y el compromiso. Una y otra vez caemos en la queja del consumidor que vive en todos nosotros, el gesto de llamar al encargado, el “por qué nadie hace nada”. Es cierto que no existen estructuras organizativas claras a las que unirse, formas evidentes de hacer algo. Gente muy bien organizada ha conseguido convencernos de que la organización es de hecho imposible. Pero también es cierto que hay cierta comodidad en ese victimismo, cierto consuelo en poder pensar “yo, al menos, no estoy involucrado”. ¡No es culpa mía! Rechazamos la culpa pero no perdemos el miedo, y terminamos consintiendo que cualquiera con un plan estúpido se haga cargo de la situación.
Aquí, lo confienso, hay un existencialismo latente. La idea de que en cualquier momento podemos tomar la decisión de cambiar nuestra actitud, que ese momento de elección es fundamental, incluso lo más importante que tenemos. Siento que hay algo recuperable de esta tradición. Es una forma de romper ese debate tan tonto entre lo personal y lo estructural, porque nos empuja a una idea fructífera: lo estructural nos atraviesa. No somos un átomo indivisible, una individualidad sin complicaciones. Somos un nudo de tensiones contradictorias, reflejo del mundo en el que vivimos. Es inevitable tratar de ocultar esas tensiones, presentar a los demás una máscara de serenidad, una identidad que esculpimos con cuidado. Quizá esto explique esa tendencia tan común al análisis aséptico, a esperar lo peor y anunciarlo a los cuatro vientos, a aplastar cualquier apertura prematuramente. Sí, seguro, el mundo es complejo y aterrador, pero a mí no consigue tocarme. Pobre de aquél que se contamine con la sucia esperanza que susurra que las cosas podrían ser de otro modo, empezando por nosotros mismos.
Describo una subjetividad que considero constituyente de nuestra época, y por lo tanto de nuestra derrota. Algo que veo en los demás, y que veo en mí mismo. ¿Qué significaría rechazarla? ¿Qué significa aceptar la responsabilidad de hacerse cargo del mundo?
El primer gesto es el de la honestidad. Aceptar nuestra posición en el mundo, y no escondernos detrás de personajes e identidades ficticias. No hemos elegido nacer ahora, aquí, en este momento de derrota terrible y enorme peligro. Pero es lo que nos ha tocado. Podemos trabajar desde ahí. Hay mucha otra gente en la misma situación, con las mismas dudas, sueños, miedos, culpa.
El segundo gesto es el de la comprensión sincera. Es imposible hacerse cargo de algo que no se entiende. Hay que ir más allá de la abstracciones y esforzarse por entender algo, al menos una cosa. Como decía Sacristán, no se puede aspirar a comprender el todo sin comprender nunca ninguna de sus partes. Entiendo el miedo de alguna gente que rechaza hacer esto, porque con el conocimiento siempre viene algo de justificación. Cuando se entiende la sutileza y fragilidad de los procesos en los que vivimos, de los procesos que somos, lo difícil que es cambiarlos, siempre puede surgir la tentación de defender lo indefendible. De no saber separar lo que merece ser salvado de lo que debe ser abolido. Es un riesgo real, pero uno que debemos correr.
El último gesto es el de la insistencia en los resultados. Si decidimos ser responsables es porque somos conscientes del peligro. Si queremos dar un paso al frente para controlar nuestras vidas tenemos que ser capaces de acumular la fuerza para ello. El poder para hacerlo nunca se regala, hay que ganarlo una y otra vez. Nadie sabe muy bien cómo hacerlo, así que tenemos que cultivar cierta generosidad y apertura de miras. Ser conscientes de que en toda experimentación habrá fracasos y errores. Pero también tenemos que poder identificar lo que sí funciona, lo que promete, los pequeños brotes que parecen crecer más rápido que los árboles moribundos que los rodean. Entonces tendremos que ser un poco implacables, rudos, y decir claramente: hacerse cargo pasa necesariamente por elegir, por priorizar, por dirigir esfuerzos en una dirección y no otra. Por demostrar que aquello que no ha sido nunca todavía puede ser, que en la hora de mayor peligro no rechazaremos la responsabilidad de salvarnos a nosotros mismos.