El triunfo de las promesas rotas
‘The Triumph of Broken Promises, The End of the Cold War and the Rise of Neoliberalism’, por Fritz Bartel, Harvard University Press, 440 páginas, 9780674976788
I. Reseñar este libro como se merece necesitaría muchos miles de palabras más y días o semanas de trabajo. En vez de eso me limitaré a exponer de forma atropellada algunas reflexiones improvisadas. Espero que sean suficientes para transmitir lo esencial de su contenido, que no es poco.
II. En una de las presentaciones de su libro Bartel cuenta que la génesis de su investigación fue un simple dato: en el momento de su colapso el bloque socialista tenía una deuda de aproximadamente $210 mil millones con Occidente (en dólares de hoy en día, ajustados por inflación). Esto iba en contra de la idea intuitiva que él tenía sobre la Guerra Fría. ¿Quién había dejado tanto dinero a los países socialistas? ¿Por qué? Para entender el origen de esta deuda hay que remontarse a 1973.
III. En ese año los principales países exportadores de petróleo acordaron recortes en la producción y un embargo a los EE.UU. y algunos de sus aliados como represalia por su participación en la Guerra del Yom Kipur. El resultado fue un incremento del 300% en los precios de la mercancía más importante del mundo, que a su vez produjo aumentos de precios en cadena, escasez y recesiones. Esto fue el golpe de gracia a un modelo de crecimiento, el de los Treinta Gloriosos, que ya estaba dando muestras de agotamiento. La primera tesis de Bartel: si entendemos el modelo de la segunda posguerra como el de la promesa de redistribuir con relativa igualdad los frutos del crecimiento extensivo de la modernidad industrial, entonces, a pesar de sus diferencias, este era un modelo compartido tanto por los países capitalistas occidentales como los del bloque del Este. La Guerra Fría, sobre todo, fue una carrera para cumplir promesas, para expandir el contrato social. La subida del precio global del petróleo afectó a ambos bloques por igual, ya que la base de sus modelos era la expansión relativamente equitativa de unas economías industriales con una enorme dependencia energética de terceros países.
IV. La segunda tesis de Bartel: partiendo de esta base compartida, y de un shock global a un modelo en vías de agotamiento, podemos entender el fin de la Guerra Fría como la transición de esta carrera por cumplir promesas a una carrera para adaptarse a una nueva coyuntura. Ya no era posible, o eso parecía, seguir cumpliendo esas promesas. Ahora el reto era conseguir incumplir algunas de ellas sin llevar al colapso a sus respectivos sistemas políticos. Los países capitalistas fueron capaces de hacerlo. La combinación de un acceso preferente a los mercados de capitales, la capacidad de legitimización de la democracia liberal, y el ascenso del neoliberalismo como ideología que hacía una virtud de la necesidad del disciplinamiento les permitieron sobrevivir y fortalecerse en comparación con sus enemigos. Los países socialistas, sin embargo, no fueron capaces de adaptarse. Su relación con los mercados de capitales era, obviamente, más problemática. Sus sistemas políticos carecían de mecanismos sólidos para respaldar la legitimidad de decisiones impopulares. Carecían de la posibilidad de recurrir a ideologías como la neoliberal, que permitían “despolitizar” ciertas elecciones y presentarlas como inevitables. La esencia del sistema socialista era que toda la economía era el resultado de decisiones conscientes de sus dirigentes políticos.
V. El fin de la Guerra Fría y el nacimiento del neoliberalismo no fueron por lo tanto dos fenómenos que casualmente coinciden en el tiempo. Fueron, de hecho, el mismo fenómeno. El neoliberalismo es el arma con la que Occidente consigue derrotar al socialismo en una coyuntura que en principio era desfavorable para los dos. Es más: en los momentos posteriores a la crisis del petróleo de 1973 se daba por supuesto que los países socialistas se adaptarían mejor a la situación. El sentido común sugería que podrían imponer cualquier tipo de austeridad o penuria sobre sus poblaciones sin tener que pasar por el engorroso proceso de legitimarse periódicamente en unas elecciones.
VI. El libro toma al Reino Unido y a los EE.UU. como ejemplos fundamentales de la transición occidental al neoliberalismo. El relato de cómo un grupo relativamente pequeño de militantes convencidos puso en marcha la articulación de una nueva hegemonía duradera en ambos países es bien conocido. La virtud de este libro es mostrar la naturaleza compleja y en no pocas ocasiones imprevisible de esa transición.
VII. Una forma de entender el legado de Thatcher es la de un proceso de más de diez años en el que se consigue un aumento irreversible del poder relativo del capital sobre el trabajo. Esta es la obsesión principal de John Hoskyns, el asesor principal de Thatcher, cuando escribe el memorandum “Stepping Stones” en 1977. Una primera sorpresa: la mayoría de políticos conservadores, en un primer momento, no querían saber nada de estas propuestas radicales. Pensaban que el papel de los sindicatos estaba muy bien cimentado, y que un asalto frontal contra ellos sería veneno electoral. Primer golpe de suerte: una serie de huelgas enormemente combativas entre 1978 y 1979 (el “invierno del descontento”) alteran la percepción pública y fuerzan unas elecciones anticipadas, que Thatcher gana. Segunda sorpresa: los dos primeros años de la revolución neoliberal son decepcionantes. Las medidas tomadas no van los suficientemente lejos como para alterar en lo sustancial la correlación de fuerzas a favor del capital, pero sí como para deteriorar notablemente la situación económica. En 1982 todas las encuestas anticipan una derrota de Thatcher en unas elecciones. Segundo golpe de suerte: en abril del 82 la Junta Militar Argentina ordena la invasión de las Malvinas. Thatcher responde con firmeza y gana la guerra en 10 semanas. Aupada por el fervor patriótico arrasa en las siguientes elecciones, machaca a los sindicatos en una guerra total, y lidera el país en una década de alto crecimiento económico, aumento del desempleo y la desigualdad. Ha conseguido disciplinar a su clase trabajadora sin desestabilizar irremediablemente el país, y se convierte en el icono de la reforma estructural post-1973.
VIII. La revolución neoliberal en los EE.UU. comienza bajo la presidencia de Jimmy Carter. Afligido por los males de la “estanflación” (desempleo elevado, inflación elevada, estancamiento económico) Carter elige como presidente de la Reserva Federal a un relativo desconocido, Paul Volcker. Lo único que sabe de él es que es un “tipo duro” contra la inflación. El genio de Volcker consiste en utilizar la cobertura del monetarismo (la idea de que el factor macroeconómico fundamental es la cantidad de dinero en circulación en una economía) para comenzar una subida violentísima de los tipos de interés bajo la coartada de un mecanismo automático que solo busca controlar el suministro de dinero. El propio Volcker admite que el monetarismo es una estupidez, una teoría excesivamente simple. Pero es una estupidez enormemente útil para despolitizar ciertas decisiones con efectos impopulares. Aquí de nuevo los comienzos son cautos. Solo cuando Reagan gana con contundencia las elecciones de 1980 Volcker ve una “rara oportunidad” para solucionar de raíz el problema de la inflación. Aquí, como en el Reino Unido, los efectos inmediatos de las políticas neoliberales están a punto de costarle el puesto a sus promotores. La subida de tipos brutal y las reformas económicas de la administración disparan el déficit y el desempleo. De nuevo un golpe de suerte imprevisto: el fin de Bretton Woods en 1971 y la explosión en el precio de varias mercancías esenciales implica una explosión en la cantidad de dinero circulando a nivel mundial. El shock Volcker convence a los inversores de que los EE.UU. son el mejor lugar para guardar ese dinero, porque combinan una moneda sólida y unas políticas favorables al capital. El influjo inmenso de capitales extranjeros a los EE.UU. les permite equilibrar sus presupuestos in extremis, y a partir de mediados de los años 80 conseguir la cuadratura del círculo: aumentar la prosperidad a nivel nacional (de forma desigual y brutal para algunos grupos sociales) sin dejar de aumentar el gasto militar y la proyección de su poder en todo el mundo. De hecho, y aquí está una de las claves del final de la Guerra Fría, el mantenimiento de su influencia imperial supone para los EE.UU. un beneficio neto, gracias a su transformación en receptor neto principal de los excedentes del mundo capitalista.
IX. La diferencia fundamental entre el “capitalismo democrático” y el “socialismo de estado” (por utilizar la nomenclatura de Bartel) es que los segundos se niegan, en un primer momento, a disciplinar a sus clases trabajadoras o a reformar sustancialmente sus economías. A partir de un trabajo de investigación minucioso en los archivos Bartel muestra satisfactoriamente que los dirigentes socialistas consideraban el mantenimiento del contrato social como el pilar fundamental de su legitimidad. Mientras fuesen capaces de mantener cierta calidad de vida generalizada, sobrevivirían. Si fallaban, caerían. Su solución, debido a la incapacidad de sus economías o de la URSS (vía COMECON) de cumplir todas las promesas adquiridas, es la de recurrir a préstamos cada vez más cuantiosos para poder seguir adquiriendo petróleo y otras mercancias esenciales. Pueden hacer esto por el mismo motivo por el que los EE.UU. pueden sobrevivir a las Reaganomics: el exceso de dólares en circulación mundial a partir de 1973 ha potenciado enormemente unos mercados financieros deseosos de encontrar oportunidades de inversión. Prestar dinero a Estados soberanos con fama de estabilidad parece, en un primer momento, un buen negocio.
(Estoy simplificando mucho una historia compleja. Por ejemplo: la mayoría del petróleo sin refinar en el bloque del Este provenía de la URSS, así que no era necesario tener divisas occidentales para su compra. Sin embargo poco a poco la URSS fue tomando la decisión de vender su crudo a precios similares a los de la media mundial, lo que supuso un golpe durísimo a la balanza de pagos de sus camaradas. La historia de las negociaciones de este incremento de precio progresivo es en sí misma fascinante. A ratos recuerda a las negociaciones dentro de la actual Unión Europea)
(Otra nota más: digo que la crisis de 1973 potenció los mercados financieros, y no los creó, porque el mercado mundial de dólares existía desde la segunda posguerra, aunque con un tamaño infinitamente menor antes de 1973. Estos mercados de dólares estadounidenses fuera de la jurisdicción de los EE.UU., los eurodólares, los crearon de hecho los países comunistas, con la intención de evadir ciertas sanciones. En la Historia abundan este tipo de ironías)
Aquí, no hace falta decirlo, está la excepción monumental de China, que consigue transicionar a un modelo de “socialismo de mercado” sin liberalizar su sistema económico, sin endeudarse hasta el delirio, y disciplinando a una parte importante de su población para integrarse en procesos de producción orientados a lo exportación. El libro evita explítcitamente tratar este caso, aunque hay otras fuentes excelentes para complementarlo.
X. El aumento de la deuda permite a los países socialistas de Europa capear la situación durante unos años, pero el shock Volcker y un nuevo pico en los precios del petróleo hacen que 1979 sea el principio del fin del socialismo de estado. Como ya he dicho resumo excesivamente una historia compleja y fascinante: una y otra vez, en diversos países, los dirigentes políticos eligen endeudarse antes de reformar sus sistemas económicos para adaptarse a la nueva coyuntura mundial. Una y otra vez ruegan a la URSS que les ayude, pero la URSS sufre de los mismos problemas estructurales y no puede incrementar su ayuda indefinidamente. No tarda mucho, de hecho, en comenzar a reducirla. Mientras que para los EE.UU. su esfera de influencia supone un beneficio neto, para los soviéticos supone una carga creciente.
XI. Aquí llegamos a lo que quizás es el aspecto más rompedor de este libro. Todas las decisiones que la mitología del fin de la Guerra Fría suele presentar como milagros políticos aquí se presentan como elecciones conscientes entre dos males inevitables. Los acreedores occidentales (inicialmente bancos e inversores, más tarde organismos como el FMI y ciertos Estados) imponen condiciones al aumento de la deuda, en una dinámica que hoy en día nos resulta completamente familiar. Primero se implementar cuestiones aparentemente menores. ¿El desmantelamiento del muro alambrado entre Hungría y Austria? Recortes presupuestarios, más que una cuestión ideológica. ¿La liberalización del tránsito entre Alemania del Este y la República Federal Alemana? Condición impuesta para recibir préstamos de la RFA, más que una conversión repentina a la libertad de tránsito. ¿La liberalización del sistema político y la formación de organismos de consenso nacional para la reforma? En algunos casos imposiciones externas, pero en otros, o a la vez, algo buscado por los dirigentes socialistas, que entienden que la reforma es inevitable y que la única forma de sobrevivir a ella es de hecho conseguir que la hagan otros. En muchos casos se agarran hasta el final, ingenuamente, a la esperanza de mantener la preponderancia del Partido Comunista (con ese u otro nombre) sobre el sistema político, una suerte de última línea roja como garantía de la supervivencia del socialismo, por profunda que sea la transformación. Esas esperanzas saltan por los aires muy rápidamente, pero lo fundamental es que el proceso de liberalización política es en muchos casos tan impuesto como buscado internamente. El socialismo ha aprendido una lección terrible de Occidente: la mejor forma de imponer la austeridad, la reforma estructural, es la democracia. La paradoja del final de la Guerra Fría es que el momento de aparente cénit de poder popular en el Este es también el momento de superación histórica de ese mismo poder destituyente: los ciudadanos de los países socialistas derrocan a sus dirigentes para ser inmediatamente disciplinados por fuerzas que escapan completamente a su control. En muchos casos esa decisión, de hecho, estaba tomada antes incluso de que cayesen sus gobiernos.
XII. Por fuerza me salto innumerables anécdotas e historias fascinantes. A través de entradas en diarios personales, memorandums secretos, discursos al Comité Central, etc., Bartel muestra a unos dirigentes socialistas atrapados entre el muro de la inflexibilidad de sus sistemas políticos y la espada de la dependencia y deuda creciente con Occidente. Uno detrás de otro son víctimas de las mismas dinámicas, hasta llegar a la gran descomposición de la propia Unión Soviética. Gorbachov comienza su mandato en 1985 con grandes ambiciones de reforma, de reestructuración, de perestroika (un dato fascinante que en cierta forma resume el libro entero: la palabra utilizada en la URSS para la reforma de las reformas estructurales del FMI era, también, perestroika: strukturnaya perestroika). En 1990 acuerda con las potencias occidentales su retirada militar de Alemania del Este, lo que supone el fin efectivo de la Guerra Fría. ¿La razón? La caída de la RDA y la unificación alemana hacen que la URSS deba ahora pagar el coste de la ocupación en marcos alemanes occidentales, en vez de en los infinitamente más asequibles marcos orientales. Ya no puede permitírselo. A cambio de que Bonn se haga cargo del coste de una retirada ordenada, Gorbachov acepta irse y que una Alemania ya unida permanezca en la OTAN. La Guerra Fría y el libro terminan aquí (“es una cuestión de dinero”, comenta Helmut Kohl a George H. W. Bush), y no en diciembre de 1991.
XIII. Fritz Bartel ha escrito un libro fantástico. Persigue implacablemente una tesis hasta sus últimas consecuencias, con prosa ágil y documentación exhaustiva. No es una tesis nueva, él mismo lo admite. En las páginas finales del libro reproduce fragmentos de un informe del Comité Central del SED de la RDA de noviembre de 1989 en el que ya se resume la esencia del argumento (traduzco, la cursiva es mía): “En 1973 ocurre una enorme explosión de precios a nivel mundial. Debido a esto, la obtención de petróleo y otros materiales básicos para la RDA se volvió mucho más cara. En vez de realizar los ajustes económicos necesarios ante esta nueva realidad, la RDA retrasó su destino gracias a los préstamos del mundo capitalista. Si hubiese que resumir nuestra situación actual en una frase, habría que decir que al menos desde 1973 nos hemos engañado a nosotros mismos y hemos vivido objetivamente por encima de nuestras posibilidades. Las deudas se pagaban con otras deudas. Si queremos salir de esta situación tenemos que trabajar duro, consumir menos de lo que producimos durante al menos 15 años”. El neoliberalismo ya había triunfado.
XIV. Al Triunfo de las Promesas Rotas se le podría echar en cara un regusto determinista. Es cierto que se presentan momentos de indeterminación, en los que toda la historia y tal y como la conocemos podría haber cambiado, sobre todo en el Reino Unido y los EE.UU. Pero en general la sensación es la de cierta inevitabilidad, de los efectos imparables sobre los Estados y sus poblaciones de la formación de un mercado mundial de petróleo y un mercado mundial financiero. De los usos políticos de esos mercados y su capacidad de disciplinar a todas las sociedades. El libro casi parece querer decir, recordando a Althusser, que en octubre de 1973 sonó la solitaria hora de la determinación en última instancia por la economía, limpia y cristalina. Bartel quiere argumentar una tesis fuerte, así que en parte esto es inevitable, hasta deseable. Quiere convencer y convence. La inmensa mayoría de los países del planeta acabaron en lugares parecidos, partiendo de situaciones muy diferentes, así que no es descabellado suponer que de hecho había fuerzas muy difíciles de resistir operando. Me resisto a creer que realmente no hubiese ninguna alternativa, pero quizás la alternativa tenía que haber arrancado antes. Puede que en abril de 1968. En algún lugar Tronti dice que de hecho 1968 fue el último momento en el que las fuerzas socialistas de occidente y oriente podrían haber aprovechado un momento de crisis para romper las barreras que las separaban y ofrecer una alternativa viable y deseable al capitalismo. Todos tendrían que haber aceptado concesiones, reformas profundas, pero todavía era posible el cambio. Se eligieron otros caminos, que ya conocemos.
XV y fin. Vivimos en el mundo de las promesas rotas. El neoliberalismo ya no es una gran cobertura ideológica para disciplinar el contrato social, un arma efectiva. Es un sistema establecido y decrépito, vapuleado por su propio éxito. No está muerto, pero cada semana se toman grandes decisiones que van en contra de todos sus principios. Ya no es una palanca de cambio, es un freno al cambio. No es difícil hacer un paralelismo entre la crisis climática y ecológica y la situación posterior a 1973: es posible que ciertas promesas fundacionales de la modernidad industrial estén ahora en contradicción con las realidades objetivas de esta crisis múltiple. Una solución posible sería una nueva ronda de austeridad generalizada (aunque mal repartida) que nos vuelva a hacer “vivir según nuestras posibilidades”. Sin embargo nadie es capaz de imaginar cómo hacer esa aparente necesidad climática políticamente viable. Nadie sabe cómo despolitizar las decisiones que se consideran necesarias, nadie es capaz de encontrar esa teoría estúpida pero útil tras la que ocultarse en las ruedas de prensa. Aquí se vuelve doblemente necesario revolverse contra ese determinismo que mencionaba antes. Hay vías de transformación social y sostenibilidad climática que no pasan por el disciplinamiento despiadado del trabajo. La austeridad de la mayoría solo es inevitable si no se disciplina al capital. Es posible que en los años 70 y 80 del siglo pasado no hubiese un camino político viable para encontrar esa alternativa, pero eso no implica que nosotros tengamos que dejar de buscarlo. Todavía hay tiempo, y todavía se suceden acontecimientos que invitan a trabajar por una alternativa. Pero esta ventana de oportunidad no durará para siempre, y una vez que se cierre puede que se cierre para siempre.